El primer día de clase, el
profesor trajo un frasco enorme:
-Esto está lleno de perfume –dijo
a Miguel Brun y a los demás alumnos-. Quiero medir la percepción de cada uno de
ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor, levanten la mano.
Y destapó el frasco. Al ratito
nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta, todas las
manos levantadas.
-¿Me permite abrir la ventana,
profesor? –suplicó una alumna, mareada de tanto olor a perfume, y varias voces
le hicieron eco. El fuerte aroma, que pesaba en el aire, ya se había hecho
insoportable para todos.
Entonces el profesor mostró el
frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.
Eduardo
Galeano, El libro de los abrazos
Ed Cox volvía a casa del trabajo
en su coche bajo una gran tormenta. Mientras esperaba en un semáforo vio a una
joven sola, de pie, en una parada de autobús. No llevaba paraguas y se estaba
empapando.
-¿Vas a
Farmington? –le preguntó.
-Sí, allí voy-
contestó la joven.
-¿Quieres que
te lleve?
-Estupendo-
dijo ella, y subió al coche- Me llamo Joanna Finney. Gracias por rescatarme.
-Yo soy Ed
Cox. De nada.
Por el camino
hablaron y hablaron. Ella le contó cosas de su familia, de su trabajo, del
colegio al que había ido… Él hizo lo mismo. Cuando llegaron a su casa, ya había
dejado de llover.
-Me alegro de
que estuviera lloviendo- dijo Ed- ¿Te gustaría salir conmigo mañana, después
del trabajo?
-Me
encantaría.
Joanna le
pidió que la recogiera en la parada del autobús, ya que, según le dijo estaba
cerca de la oficina donde trabajaba. Lo pasaron tan bien que después de aquella
primera vez volvieron a salir muchas otras. Siempre se encontraban en la parada
del autobús. Y Ed se enamoraba un poco más de ella cada vez.
Una noche que
tenían una cita, Joanna no apareció. Ed esperó casi una hora.
“Puede que le
haya pasado algo”, pensó, y se dirigió hacia la casa de Joanna, en Farmington.
Cuando llamó a
la puerta, le abrió una mujer mayor.
-Buenas
noches, soy Ed Cox –le dijo-. Quizás Joanna le haya hablado de mí. Habíamos
quedado esta noche en la parada del autobús que está cerca de su oficina, pero
no ha venido. ¿Le ha pasado algo?
La mujer le
miró como si no pudiera creer lo que oía.
-Soy la madre
de Joanna- dijo lentamente-. Joanna no está. Pero ¿por qué no entra?
-Una vez
dentro, Ed señaló una foto que descansaba sobre la repisa de la chimenea.
-Es ella-
dijo.
-Fue así una
vez- replicó su madre-. Se hizo esa foto cuando tenía más o menos su edad: hace
veinte años. Poco después, mientras esperaba el autobús en esa parada, bajo la
lluvia, un coche la atropelló y acabó con su vida.
Alvin
Schwartz, Historias de miedo 3, Ed.
Everest
La automovilista
(negro el vestido, negro el pelo, negro los ojos pero con la cara tan pálida
que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un
relámpago) vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara.
Paró.
- ¿Me llevas?
Hasta el pueblo no más –dijo la muchacha.
- Sube –dijo la
automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la
montaña.
- Muchas gracias
–dijo la muchacha con un gracioso mohín – pero no tienes miedo de coger por el
camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
- No, no tengo
miedo.
- ¿Y si coges a
alguien que te atraca?
- No tengo
miedo.
¿Y si te matan?
- No tengo
miedo.
- ¿No? Permíteme
presentarme –dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos,
imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa- . Soy
la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista
sonrió misteriosamente.
En la próxima
curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La
automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
Enrique
Anderson Imbert