Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

La voz a ti debida, Pedro Salinas

domingo, 17 de febrero de 2019

El cuento literario



El primer día de clase, el profesor trajo un frasco enorme:
-Esto está lleno de perfume –dijo a Miguel Brun y a los demás alumnos-. Quiero medir la percepción de cada uno de ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor, levanten la mano.
Y destapó el frasco. Al ratito nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta, todas las manos levantadas.
-¿Me permite abrir la ventana, profesor? –suplicó una alumna, mareada de tanto olor a perfume, y varias voces le hicieron eco. El fuerte aroma, que pesaba en el aire, ya se había hecho insoportable para todos.
Entonces el profesor mostró el frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos



Ed Cox volvía a casa del trabajo en su coche bajo una gran tormenta. Mientras esperaba en un semáforo vio a una joven sola, de pie, en una parada de autobús. No llevaba paraguas y se estaba empapando.
-¿Vas a Farmington? –le preguntó.
-Sí, allí voy- contestó la joven.
-¿Quieres que te lleve?
-Estupendo- dijo ella, y subió al coche- Me llamo Joanna Finney. Gracias por rescatarme.
-Yo soy Ed Cox. De nada.
Por el camino hablaron y hablaron. Ella le contó cosas de su familia, de su trabajo, del colegio al que había ido… Él hizo lo mismo. Cuando llegaron a su casa, ya había dejado de llover.
-Me alegro de que estuviera lloviendo- dijo Ed- ¿Te gustaría salir conmigo mañana, después del trabajo?
-Me encantaría.
Joanna le pidió que la recogiera en la parada del autobús, ya que, según le dijo estaba cerca de la oficina donde trabajaba. Lo pasaron tan bien que después de aquella primera vez volvieron a salir muchas otras. Siempre se encontraban en la parada del autobús. Y Ed se enamoraba un poco más de ella cada vez.
Una noche que tenían una cita, Joanna no apareció. Ed esperó casi una hora.
“Puede que le haya pasado algo”, pensó, y se dirigió hacia la casa de Joanna, en Farmington.
Cuando llamó a la puerta, le abrió una mujer mayor.
-Buenas noches, soy Ed Cox –le dijo-. Quizás Joanna le haya hablado de mí. Habíamos quedado esta noche en la parada del autobús que está cerca de su oficina, pero no ha venido. ¿Le ha pasado algo?
La mujer le miró como si no pudiera creer lo que oía.
-Soy la madre de Joanna- dijo lentamente-. Joanna no está. Pero ¿por qué no entra?
-Una vez dentro, Ed señaló una foto que descansaba sobre la repisa de la chimenea.
-Es ella- dijo.
-Fue así una vez- replicó su madre-. Se hizo esa foto cuando tenía más o menos su edad: hace veinte años. Poco después, mientras esperaba el autobús en esa parada, bajo la lluvia, un coche la atropelló y acabó con su vida.
Alvin Schwartz, Historias de miedo 3, Ed. Everest


La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negro los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
- ¿Me llevas? Hasta el pueblo no más –dijo la muchacha.
- Sube –dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
- Muchas gracias –dijo la muchacha con un gracioso mohín – pero no tienes miedo de coger por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
- No, no tengo miedo.
- ¿Y si coges a alguien que te atraca?
- No tengo miedo.
¿Y si te matan?
- No tengo miedo.
- ¿No? Permíteme presentarme –dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa- . Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
Enrique Anderson Imbert